La puta verdad es que tengo sueño, podría vivir varios años sin salir de la cama, como hizo Onetti, aunque me volvería loco. Hoy llevo todo, casi todo, el día en casa y noto la cabeza espesa. Anoche antes de dormir, como me había quedado sin agua, sin botellas de agua mineral, me bebí un café con leche, el caso era beber algo, me estaba deshidratando. El agua del grifo aquí es muy mala para el riñón, y yo ya de niño tenía cristales en los riñones, y a mi padre le quitaron un riñon, así que no, gracias, agua de grifo llena de cal no, insisto. Pues eso, que he pasado una noche mala. Sueños agitados, he dormido mal.

Esta semana ha sido intensa desde un punto de vista social. Llevo un año entero quejándome de que en Barcelona no conozco casi nadie blablabla y la semana pasada fue el ejemplo exacto de lo que debería ser una semana aquí, nada más salir del trabajo quedar con alguien y ya pasar lo que queda de tarde y parte de la noche charlando y bebiendo y cenando. Incluso ayer domingo, día del Señor, pasé la mañana animada haciendo eso que aquí llaman brunch y que en mi pueblo (o al menos un tipo de mi pueblo) llaman “hacer la junta”.
Con 20 años me estaba sacando el carnet de conducir en Baza (Granada) y había un tipo de mi pueblo (Villanueva del Arzobispo, Jaén) que me dice, estábamos en la cocina de casa y me dice (a ver, es que compartíamos piso, era una autoescuela intensiva y la gente iba a Baza en vacaciones y se quedaba allí compartiendo pisos que te ponía la autoescuela hasta que se sacaba el carnet, que es que hay que explicároslo todo) me dice, qué, ¿hacemos la junta? y yo, que llevaba 20 años viviendo en Madrid, ¿qué?, que si hacemos la junta, ¿qué es eso? y ya me explicó, que era tapear, tomar algo, antes de comer, unas cervecitas, unas tapitas, así que, evidentemente hicimos la junta. Salvo en aquella cocina de un piso de Baza, nunca más he vuelto a oír eso, pero lo sigo haciendo siempre que puedo.
Hay bares a los que no pienso volver. Me da mucha pereza intercambiar comentarios banales con mis compañeros de piso, ese “qué tal” cada vez que nos cruzamos en la cocina, en el pasillo, ese comentar el día sin ganas (sin ganas por mi parte) de comentar nada. No es que sea un antipático, es que hay veces que no me apetece hablar, o al menos, que no tengo nada que decir, especialmente si se trata de hablar de lo que he hecho, de cómo me ha ido el día, etc., eso me lo guardo para mis padres cada vez que me llaman. Me gusta entrar en casa y no decir nada, tal vez se deba a los 13 ó 14 años que llevo viviendo solo, salvo pequeñas excepciones en las que he compartido piso, y esos años de vivir solo y a tu bola te acostumbran a llegar a casa y no hablar, como mucho coger al gato y jugar con él. Esto de hablar y comentar algo es como una obligación social y humanitaria que no me gusta. Imagino que será cuestión de confianza, a mayor confianza, mayor libertad para no hacer comentarios si no te apetece.
¿No? Esta semana he cenado varias veces hamburguesas, debo frenar mis instintos animales, debo comer más cosas verdes, como un gusano de seda, como un caracol, debo comer hojas de lechuga y espinacas. Pero siento que comiendo tanto verde estoy vacío, miro mi cuerpo, soy alto, la carne y las galletas de chocolate están hechas para mí, sin embargo está demostrado que con lechuguitas y guisantes viviré más.
Vivir más. Eso es lo que queremos todos. Yo no quiero vivir más. Yo quiero no morirme. Aunque tenga que pasarme la eternidad diciento “qué tal” cada vez que me cruce con alguien en la cocina.
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